La última y no la menor de sus meteduras de pata sucedió hace unos días cuando, en la inauguración de un colegio, preguntó a la madre de la escritora Dulce Chacón, fallecida hace tres años, si su hija estaba en Cuba.
El nuevo colegio había sido bautizado con el nombre de la autora extremeña, lo que sin duda habría debido de darle una pista a la despistada presidenta, pues reconocimientos y honores como éstos suelen llegarles a los autores a título póstumo.
Un fallo garrafal para la que fue ministra de Cultura, periodo en el que siguiendo la conocida máxima "que hablen de ti, aunque sea bien" se convirtió en el blanco favorito de humoristas y reporteros.
De acuerdo con otra de las consignas que campean en su ideario de cabecera, "No llorar sobre la leche derramada", Esperanza Aguirre nunca se detiene, nunca se equivoca, no tiene tiempo para ello, como dice su hermana, su tiempo está medido y cronometrado desde que a las siete de la mañana la despierta su entrenador personal para empezar al día con una hora de tonificador ejercicio físico y salir luego a la calle rozagante como un narciso, que debe ser su flor heráldica: "Siempre me he considerado listísima, antipija y elegante. Sí, siempre he sido listísima".
Así de apabullante se exhibe, sin falsa modestia, sin modestia alguna, nuestra ambición rubia; pero de dónde saca Esperanza Aguirre tanta seguridad en su persona, algo deben tener que ver sus firmes convicciones derechistas, su sentimiento de pertenecer a las élites dominantes, a una casta superior predestinada para gobernar el mundo. La Casa de Correos de la Puerta del Sol no es mal sitio para emprender la conquista de las más altas cimas políticas, kilómetro cero en una carrera que Esperanza Aguirre lleva preparando desde las ligas infantiles y juveniles.
Se supone que detrás de cada gran político hay una figura relevante, un viejo maestro, un gurú, un ideólogo, un punto de referencia, un modelo a imitar, o a seguir en los primeros pasos; Esperanza lo tiene, muy cerca, y lo proclama sin rubores ni complejos: "En el mundo no me ha impresionado nadie; el Papa, Isabel II, el Dalai Lama. Lo siento, sólo me impresiona Aznar".
A mí también, aún no me he repuesto del todo de la impresión que me causó el ex presidente, no por su carisma, ni por sus ideas (¿?), sino precisamente por la escandalosa falta de ambas cosas.
El Aznar que más me impresionó, no sé si coincidiré en ello con la presidenta honoraria de su club de fans, fue el de los últimos días de su mandato presidencial, por su numantina defensa del error y la mentira, su desparpajo goebbelsiano para manipular y ocultar y por su ingenua creencia de que tales infamias no le iban a pasar factura en las urnas.
La filosofía de José María Aznar, el pensamiento único y único pensamiento del ex presidente, sobre todo en los días finales de su mandato, se concentraba en el más rancio maximalismo ibérico, en el "sostenella y no enmendalla" que su discípula Esperanza Aguirre Gil de Biedma apostilla con su pensamiento positivo de "no llorar sobre la leche derramada", sobre tanta mala leche derramada.